miércoles, 28 de febrero de 2007

Who's Afraid of Virginia Woolf?

En lugar de güisqui, una cerveza. Noche, eso sí, aunque no tanta: apenas son las nueve. Estoy vestida de Orlando vestido de mujer. Géneros aparte, la obra de Albee me pone en puntos suspensivos. La luna a mitad del cielo. George apunta el revólver contra la nuca de Martha; ella gira sobre su eje y mira al fondo del cañón; él aprieta el gatillo, BOOM, y un agujero enorme, sanguinoliento y viscoso se dibuja donde antes había una nariz. El cuerpo se desploma: la broma fue demasiado lejos. Despierto. Ja, ja, ja, JA. Los abismos del corazón humano son fascinantes.

lunes, 26 de febrero de 2007

Por qué no puedo escribir

Me siento en la silla. Siempre de la misma manera, o no siempre: a veces elijo algo diferente, pero nada estrafalario. Hago las cosas corrientes que uno hace cuando dice que 'va a escribir'. La única gran diferencia es que yo no escribo. Quise hacerlo, hace mucho, y todavía lo intento, pero me doy cuenta que el tiempo pasó, que ya no tengo nada que decir. Los demás han muerto. Y yo también. O yo primero.

Estoy del lado aburrido de la vida, y en la parte más jodida del lado más aburrido de la vida. Además de seguir todas las tendencias del mercado, las sigo sin clase: mi celular es viejo y no toma fotos ni video, no tengo cámara digital pero quisiera una, mi iBook es blanca pero tiene grandes manchas de mugre y pocas actualizaciones de software. Vivo en un departamento sin pena ni gloria, pero eso sí, con gouache en las paredes y un closet pintado de verde. La última vez que estuve al tanto de lo que pasaba en la escena musical fue cuando el suicidio de Kurt Cobain; después de eso, todo ha sido recordar a Nirvana, poner Creep de Radiohead y tratar de revivir el grunge en mí, sin entender nunca por qué la gente se vuelve loca con Pearl Jam.

Hay algo en mí que no me gusta, y a lo cual no me he acostumbrado nunca: mi inconformidad de pacotilla.

Antes pensaba que algún día haría algo. Esperé un tiempo prudente para no ser demasiado joven cuando lo intentara. Luego quise apresurarme porque empezaba a dejar de ser joven. Ahora ya no corro: sé que ese día en el que pensaba que haría algo no existe. Nunca existió. De algún modo, esto explica por qué no puedo escribir.

martes, 13 de febrero de 2007

1. Una introducción

Guillermo dice que en el desierto los rayos caen y cristalizan la arena. Dice, también, que siempre ha imaginado que la energía es algo físico, que une y separa, y no algo etéreo que venden en tiendas con música new age. No estoy segura de si Guillermo ha ido al desierto. Probablemente no. Pienso que sus conocimientos sobre el desierto provienen únicamente de alguna tarde aburrida que pasó viendo el Discovery Channel por error (hubiera preferido algún canal con mujeres desnudas, seguro). Fuera de eso, Guillermo no parece del tipo de personas que iría al desierto. Imagino que sólo habrá leído sobre él en los Evangelios, en los libros de Roberto Bolaño y, también, en el mural del Bulldog cuando se deprimía por no conseguir una chica: Bienvenidos al desierto...

2. Primera definición

Desierto: 1. Despoblado, solo, inhabitado. | 2. Dicho de una subasta, de un concurso o de un certamen: que no ha tenido adjudicatario o ganador. | 3. Lugar despoblado. | 4. Territorio arenoso o pedregoso, que por la falta casi total de lluvias carece de vegetación o la tiene muy escasa.

3. La ida

Son las seis o siete de la mañana de un sábado, quizás. Leonard Cohen en las bocinas del auto. Hace frío.

A 65 kilómetros de Torreón en dirección oriente, apenas pasando Viesca, una barda y unas rejas separan las dunas de Bilbao del resto del mundo (o eso pretenden las autoridades municipales, con su siempre agudo sentido del humor). Ningún letrero avala la legitimidad del cobro de diez pesos por persona que piden a la entrada, pero aun así hay que pagar. A menos, claro, que uno haya olvidado la cartera sobre el buró del cuarto. En ese caso, un ‘regresamos mañana’ es tan bueno como haber cubierto la cuota.

No ha llovido en días. Tampoco hay gente a estas horas. Los dibujos de las ondas sobre la arena son perfectos. Da pena pisar los surcos, pero ni hablar.

Vamos subiendo, y el sol va subiendo también, pero más lento. La memoria empieza a funcionar, a girar como disco de un arado, como un LP con éxitos del momento. En 1985 supe lo que era una tolvanera. Primero, un calor sofocante y, para ser febrero, totalmente fuera de lugar. Luego, de súbito, un cambio en la presión atmosférica. El viento cada vez más fuerte golpeando árboles epilépticos. La temperatura baja y sigue bajando. El nogal se dobla, el tronco pandeado, y siento que ya toca el piso. Las ramas chocan contra los cables de la luz: sacan chispas que caen sobre los cofres de los coches, o intentan prender fuego a un mezquite. Bolas del desierto rodando por las calles, como en una pasarela apocalíptica con modelos anoréxicas y secas. Los semáforos en crisis. El cielo se deja caer sobre la ciudad, aplastándola con sus enormes senos, unas nubes negras que no son de agua sino de polvo. Pájaros en desbandada. Cierren las ventanas que el mundo se va a acabar.

4. Segunda definición

Tolvanera: Remolino de polvo.

5. Rosa del desierto

Santiago de Mapimí es uno de los municipios más antiguos del norte del país. Su nombre es la declinación lingüística de la palabra Mapeme, que para los indios cocoyomes significaba ‘piedra en alto’. Al pie del cerro de la Bufa, un 25 de julio de 1598, el sacerdote jesuita Agustín de Espinoza y el capitán Antón Martín Zapata fundaron este pueblo de la Nueva Vizcaya (ahora Durango). Era tierra de misiones, sin duda, pero sobre todo era territorio disputado por los indios tobosos (parientes de los tarahumaras) y una mina de oro para los españoles. De las guerras y batallas que sangraron a la escasa población de los siglos XVII y XVIII queda sólo el rumor que gira sobre las viejas casas de adobe de paredes cuarteadas, de techos caídos y memoria reumática. Una de tantas viviendas se ha convertido en tienda de souvenirs, a donde entro para salvarme del sol. La señora y su marido (que no se quita el sombrero aunque esté bajo techo), amables aunque taciturnos, me explican a su modo cómo se forman las rosas del desierto, esas rocas de figuras complicadas y frágiles: por la lluvia. Palabras más, palabras menos, así ocurre. También venden algunos fósiles, pero son mejores los de Bermejillo, y mi primo el chef (al que le gusta acampar en la Presa de las Tórtolas y que de niño atrapaba perritos de la pradera con jaulas improvisadas) sabe con quién conseguirlos.

Más arriba, sobre la misma calle, está el panteón de Mapimí, apenas a unos metros del centro de salud. Ironías del urbanismo, supongo. Hay tumbas que datan de principios del siglo pasado. La niña María Cárdenas murió el 16 de febrero de 1902; Tomasa Aragón (¿mi pariente?) murió el 14 de marzo de 1900. Lux perpetua luceat eis. En algún momento, yo las seguiré, entonando un canto cardenche: ‘Yo ya me voy / a morir a los desiertos, / me voy del ejido / a esa Estrella Marinera. / Sólo en pensar / que ando lejos de mi tierra, / nomás que me acuerdo / me dan ganas de llorar’.

6. Tercera y cuarta definiciones

Rosa del desierto: Conjunto de formas lenticulares entrecruzadas, que muchas veces se asemejan a una rosa, en este caso pétrea. Están compuestas por sulfatos de calcio. Se forman por precipitación directa, por floculación, por cristalización en filones o por el paso de la anhidrita a yeso con ganancia de agua.

Canto cardenche: canto a capela, a tres voces diferentes (primera, arrastre y requinto), con prolongadas pausas que se intercalan a través del discurso musical. Para cantar la canción cardenche hay que ‘sentirla’. El nombre se tomó de una planta cactácea, cuyas espinas, cuando penetran en la carne, ocasionan un dolor que se acrecienta al sacarlas, pues tienen salientes minúsculas a manera de lancetas dentadas que desgarran la piel.

7. Atardecer en Ojuela

1898, en el extremo noreste del estado de Durango: Santiago Minguín construyó un puente colgante de madera y acero de trescientos dieciocho metros de largo que pende sobre un vacío de otros tantos metros de altura. El Puente de Ojuela. De un lado, la mina abandonada, todavía llena de piedras pero ya sin gente que las saque del subsuelo; del otro, un pueblo, ahora fantasma. Los hombres se han ido pa’l norte. Mosquitos antropófagos persiguen al turista incauto. Demián y Carlos sentados en la orilla: Los Dorados sobre fondo azul, o sobre un fondo de jazz si se prefiere. Un polvo fino asoma desde el occidente. Las nubes se desgajan, casi a punto de lluvia, se incendian por los bordes. Es hora de beber, que tanto calvario me ha hecho sudar.

8. Poesía mortal

El desierto, intentaba decir al principio, tiene el cuerpo de una lagartija borracha de sol. Un dragón levantado por el aire, que mira con sus enormes ojos vacíos, que devora con treinta y dos dientes de espinas. The Lizard King: Morrison cantando sobre las olas en las dunas de Bilbao. Nadie habla, sólo el silencio. Los iluminados viajaron al desierto: Jesús, el Cristo, escribe sobre la arena palabras que nadie recordará, mientras Cesárea Tinajero, poeta, desfallece a pleno rayo del sol. Los poetas de hoja-sé, un recuerdo lejano, y Miguel Morales muriendo de sed sobre un vaso transparente lleno hasta los bordes de mezcal en la cantina de Los Gallos: ‘El aire arranca dátiles en la mañana santa / una ciudad de árboles más célebres danzan un son marino a la / espiral de la lagartija / pierden el sentido los arraigos más viejos / serpientes de agua, efímeras con el cielo efímero / guías bajo flechas solubles sobre dunas preñadas de humedad, / las hojas piratas / agua a la vista, grita el hombre, un mar muerde a este desierto / oh, dios, admírale, las comuniones / son avenida menta a lágrimas pontífices’.

9. Última definición

Uma exsul: Lagartija de arena endémica de México, más exactamente, del Bolsón de Mapimí.

10. El regreso

A los treinta años, recibió la invitación para visitar el desierto. Para volver. ‘Nos vemos en Marte’, le dijeron, ‘donde crece el peyote a ras del monte’. Quiso llegar, pero se tumbó en el lecho seco del Río Nazas. El mar arriba. Prendió un cigarro y se quedó callado. Después de esto no hay infierno posible. Estaba muerto, pero todavía cantaba: ‘Yo ya me voy / a morir a los desiertos...’.

11. Un final

Desierto, sé bienvenido...

domingo, 4 de febrero de 2007

Le vide

Parado al borde de un abismo. Mira al fondo, o eso intenta. Siente vértigo. Da un paso atrás mientras unas garras frías le arañan la espalda. Piensa en ti. No hay ninguna razón para que tú aparezcas justo ahí, justo ahora. Las vísceras se le trepan a la garganta y los músculos pierden tono. Como si fuera a caer, a desplomarse, pero se tiene en pie. Haré que se aviente al vacío, pero no puedo evitar esta sensación, esta molesta sensación de culpa. Podría haber hecho algo más, pero -la mano sujetando firme el encendedor rojo- simplemente no estaba en su naturaleza. Era un ser inútil. Allá abajo, quién sabe cuántos metros o kilómetros abajo, nadie recordará ni extrañará su presencia. 'Adiós'. Cuánto melodrama en una sola despedida. Y da un paso. Adiós. La cámara se queda fija, filmando sólo un espacio vacío.