martes, 13 de febrero de 2007

5. Rosa del desierto

Santiago de Mapimí es uno de los municipios más antiguos del norte del país. Su nombre es la declinación lingüística de la palabra Mapeme, que para los indios cocoyomes significaba ‘piedra en alto’. Al pie del cerro de la Bufa, un 25 de julio de 1598, el sacerdote jesuita Agustín de Espinoza y el capitán Antón Martín Zapata fundaron este pueblo de la Nueva Vizcaya (ahora Durango). Era tierra de misiones, sin duda, pero sobre todo era territorio disputado por los indios tobosos (parientes de los tarahumaras) y una mina de oro para los españoles. De las guerras y batallas que sangraron a la escasa población de los siglos XVII y XVIII queda sólo el rumor que gira sobre las viejas casas de adobe de paredes cuarteadas, de techos caídos y memoria reumática. Una de tantas viviendas se ha convertido en tienda de souvenirs, a donde entro para salvarme del sol. La señora y su marido (que no se quita el sombrero aunque esté bajo techo), amables aunque taciturnos, me explican a su modo cómo se forman las rosas del desierto, esas rocas de figuras complicadas y frágiles: por la lluvia. Palabras más, palabras menos, así ocurre. También venden algunos fósiles, pero son mejores los de Bermejillo, y mi primo el chef (al que le gusta acampar en la Presa de las Tórtolas y que de niño atrapaba perritos de la pradera con jaulas improvisadas) sabe con quién conseguirlos.

Más arriba, sobre la misma calle, está el panteón de Mapimí, apenas a unos metros del centro de salud. Ironías del urbanismo, supongo. Hay tumbas que datan de principios del siglo pasado. La niña María Cárdenas murió el 16 de febrero de 1902; Tomasa Aragón (¿mi pariente?) murió el 14 de marzo de 1900. Lux perpetua luceat eis. En algún momento, yo las seguiré, entonando un canto cardenche: ‘Yo ya me voy / a morir a los desiertos, / me voy del ejido / a esa Estrella Marinera. / Sólo en pensar / que ando lejos de mi tierra, / nomás que me acuerdo / me dan ganas de llorar’.

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