martes, 13 de febrero de 2007

3. La ida

Son las seis o siete de la mañana de un sábado, quizás. Leonard Cohen en las bocinas del auto. Hace frío.

A 65 kilómetros de Torreón en dirección oriente, apenas pasando Viesca, una barda y unas rejas separan las dunas de Bilbao del resto del mundo (o eso pretenden las autoridades municipales, con su siempre agudo sentido del humor). Ningún letrero avala la legitimidad del cobro de diez pesos por persona que piden a la entrada, pero aun así hay que pagar. A menos, claro, que uno haya olvidado la cartera sobre el buró del cuarto. En ese caso, un ‘regresamos mañana’ es tan bueno como haber cubierto la cuota.

No ha llovido en días. Tampoco hay gente a estas horas. Los dibujos de las ondas sobre la arena son perfectos. Da pena pisar los surcos, pero ni hablar.

Vamos subiendo, y el sol va subiendo también, pero más lento. La memoria empieza a funcionar, a girar como disco de un arado, como un LP con éxitos del momento. En 1985 supe lo que era una tolvanera. Primero, un calor sofocante y, para ser febrero, totalmente fuera de lugar. Luego, de súbito, un cambio en la presión atmosférica. El viento cada vez más fuerte golpeando árboles epilépticos. La temperatura baja y sigue bajando. El nogal se dobla, el tronco pandeado, y siento que ya toca el piso. Las ramas chocan contra los cables de la luz: sacan chispas que caen sobre los cofres de los coches, o intentan prender fuego a un mezquite. Bolas del desierto rodando por las calles, como en una pasarela apocalíptica con modelos anoréxicas y secas. Los semáforos en crisis. El cielo se deja caer sobre la ciudad, aplastándola con sus enormes senos, unas nubes negras que no son de agua sino de polvo. Pájaros en desbandada. Cierren las ventanas que el mundo se va a acabar.

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