La llamaba Marianne y cada día, cuando nos subiámos al trole por Avenida Coyoacán, le regalaba un nuevo adjetivo a sus múltiples atributos.
Primero fueron los labios: abultados como oruga en metamorfosis.
Después los muslos: de barro torneado.
Luego el cabello: de cascada turbia dorada al atardecer.
Siguieron los pies (de gacela), el mentón (de helado de fresa), los párpados (de mariposa), los pómulos (como manzanas), el cuello (turris ebúrnea), los iris de sus ojos (miel sobre hierba fresca del campo), los pechos (porción exacta para la concavidad de mis manos), su espalda (resbaladilla que va del cielo a la gloria)... y así indefinidamente. Sólo faltaba su mano, que una vez llamé 'alabastrina', otra 'nívea' e incluso cometí la indecencia de inventar el término 'porcelínica' con tal de hacerla mía.
La tarde que finalmente encontré el calificativo adecuado para ir a pedir esa palma suya tan incendiada de dedos, mi padre llegó con una sorpresa para mí. Me regaló un Mercedes del año.
Dos años más tarde, sin jamás haber cruzado una palabra con Marianne, a quien jamás volví a colgarle palabras viajando en trolebús, dejé en el altar su cuerpo adjetivado para tomar por esposa a la estólida hija de algún amigo de mi padre. Mucho después, mientras abría las páginas del periódico a la hora del insípido desayuno que preparaba mi mujer, cayó en mi regazo un afiche publicitario: anillos de compromiso se montaban a horcajas en los dedos de la alabastrina, nívea, porcelínica, pero sobre todo perdida-para-siempre mano de Marianne.
jueves, 26 de julio de 2007
Biografía de un cuarto falso camaleón
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 17:02
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