Y bien... tenía que ser así. Esta vez no llegó ningún hombre bienvestido, nadie colgó su sombrero en el perchero, no quedaron frases pomposas retumbando en estos mis oídos. Sólo que de pronto, una mañana, abrí los ojos, primero despacio, despacito para ir asimilando el golpe de realidad, y después más, mucho más, como ojos de venado asustado que husmea con, vaya, con los ojos. Frente a mí, un hueco. Detrás de mí, el suelo de madera, ése, el que rechina con los pasos. Claro que yo, por la costumbre, estaba al borde de la cama, del lado derecho -aunque esto, claro, sólo lo hubiera sabido yo: ella... bueno, ella hubiera dicho "s...ajá, del lado que tú digas". Da lo mismo. Todos somos disléxicos para el universo, que no tiene izquierdas ni derechas, buenos ni malos, arribas o abajos (farewell a la moral decimonónica). Lo único que existe es lo que ven mis ojos ahora: el vacío. Y lo que traigo en las entrañas: dolor confundido con náuseas. Me he convertido, a fuerza de madrazos, en una empirista británica anclada en costas mejicanas.
Por un mecanismo de defensa estúpido, o todo lo contrario, y una vez que mis ojos registraron y mi cerebro invirtió e interpretó la imagen -"estás sola", me gritó desde dentro, el muy soberbio, el grisáceo contenido que comanda lo que soy desde el cómodo aposento de mi inofensivo cráneo-, giré sobre mi hombro y caíme de la cama. Rodé unos cuantos metros diciendo el típico parlamento que va acorde con la acción: auch, carajamadre, idió, siserependé and such. Me levanté, recogí mi dignidad, la sacudí y la tendí sobre las sábanas. Me asomé a la ventana. El mar. Sobándome la cabeza, caminé hacia la puerta, la abrí con tiento y -ahora imaginen esto desde una cámara situada en el pasillo- deslicé mi despeinada testa por la rendija. Plano: mi alargada crisma que se asoma, como un muppet, buscando algo. Contra-plano: la nada. Vuelta al plano original: bajo la vista, reparo en la manija y veo el discreto e inútil letrerito colgando, mofándose abiertamente de mí con sus letras bien grandotas:
Still
Do not disturb
epidemia: peligro de contagio
Pero una nueva leyenda, reciente como mi asombro, aparecía impresa con la fina caligrafía de una mujer hermosa (la letra, señoritas, lo es todo):
nos vemos el 24 de octubre
Veinticuatro de octubre /
putasmadres /
falta mucho /
qué se supone que yo haga mientras tanto /
por qué se va /
a dónde /
con quién /
será que... /
Cabizbaja y meditabunda, entréme nuevamente, encerréme. Cavilando, sí. Devanándome los sesos, también. Y todos los sinónimos y expresiones similares que su mente -la de ustedes- pueda elaborar, sí. ¿Qué pa...?, o bueh... ¿qu'híce io?... Etcétera. Los problemas de dicción que padezco en casos límite son fascinantes. Pero no tiene caso compendiarlos, no, si no está ella para traducirlos a grafías. No. Qué caso tiene, me repito. Qué caso tiene.
Hice rechinar la madera del piso reptando de regreso hasta la cama. Mi diestra -con la que escribo, Pojmanski, ésa- asió mi dignidad, la cual reposaba augustamente sobre la maculada sábana ya-no-tan-blanca. La zarandeé con rabia, la vapuleé con fuerza y finalmente la azoté contra el piso. Qué caso tiene... Mi dignidad comprendió que lo más conveniente era largarse, y lo hizo. Empacó rápido sus cosas -¿qué cosas, me preguntaba, podía tener la dignidad?, pero esto fue antes de que la mía se largara-, se puso frente a mis ojos que para estas horas ya eran géisers, y con voz muy grave, dijo:
- Chau chau.
Y -ella también- abrió la puerta sin hacer ruido: se fue.
domingo, 1 de octubre de 2006
Noche once
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 21:27
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