sábado, 6 de diciembre de 2008

Desear. Enamorarse.

Por qué tanto perderse, tanto buscarse, sin encontrarse,
me encierran los muros de todas partes.
Barcelona, te estás equivocando, no puedes seguir ignorando
que el mundo sea otra cosa y volar como mariposa.

Hace mucho que una película no me divertía tanto como Vicky Cristina Barcelona. O más: hace mucho que no me enamoraba así. Enamorarse y divertirse. Pareciera que van de la mano.

La ley del deseo
En el centro de la historia, algunos encuentran un triángulo amoroso. Otros, creyéndose osados, dicen que más bien parece un cuadrado. Yo digo que es un polígono informe o ni siquiera eso: es un cúmulo de puntos entre los cuales pueden trazarse tantas líneas como se quiera.

Pero no es eso de lo que trata la película. El amor o el sexo —y sus posibles combinaciones— son dos rostros del deseo. Y el deseo es en lo que hurgan Vicky y Cristina en Barcelona. Un deseo vital, por así llamarlo. Voluntad de ser. De ser, ¿qué? Cristina diría, con mucha más precisión y honestidad que Vicky: no sé, algo, algo que no es esto.

Hay en mí una sensibilidad que quisiera expresarse y que aún no encuentra cómo hacerlo. Busco, encuentro, me enamoro, no estoy satisfecha, sigo la búsqueda. Busco, deseo. Experimento, me muevo, continúo. Siempre quiero, pero siempre quiero más. Voluntad insatisfecha al acecho. Volar como mariposa.

El deseo ilimitado, ¿puede eso existir? Desear sin saber qué se desea. Buscar por instinto. Hallazgos a tientas, que sólo confirman y exaltan el deseo. La humanidad, más que inteligente, es deseante. Nuestra historia es un relato de conquistas que nos llenaron de hambre, sed y vacío. Un vacío pleno de certezas sobre lo que no queremos ya, porque queremos algo más: eso mismo, tal vez, pero más, siempre, mejor. Cuando un hombre y una mujer se encuentran, repiten esa misma historia acoplándose sobre la curva superficie de la tierra. Son una metáfora, la alegoría carnal de una condición espiritual.

Woody P. Allmodóvar
Y, bueno, es inevitable asociar Vicky Cristina Barcelona con Almodóvar. El idioma, pero sobre todo aquél en el que están escritas las acciones de los personajes —el idioma del deseo— nos lleva en esa dirección.

Lejos quedó la contención británica de los jugadores que se disputaban un Match Point. O el sobreabundante prurito psicológico de las típicas obras neoyorquinas de Allen. Aquí hay mujeres al borde de un ataque de nervios, tacones lejanos, carne trémula y un matador al que dan ganas de coger. Y luego, volver: al inicio, pero transformados. Volver, con la frente marchita, una y otra vez, desde y hacia el centro del hombre: el deseo.

Para quienes siguen juzgando a Allen desde la herrumbrosa atalaya de las victorias de antaño, mi mejor deseo, con cariño: que les den por culo.

1 comentario:

Guapóloga dijo...

¿Acaso hay deseo con límites?

S