Hoy las palabras salen como humo de mi boca, como el humo disperso, desordenado, que encuentra en el caos la razón de su orden. El cielo azul, y más azul el tiempo. Allá, lejos, fuera de mí, los árboles se ríen al son de luces, breves notas amarillas, verdes. Hay en el aire un dejo de melancolía, pero blanca. Conozco el sol por los reflejos ingenuos de los álamos, allá fuera. Mécense tranquilos, casi podría decir impávidos, con una brisa de mar que nos llega, no salada, alada. El tiempo lo miden las ramas coloreadas, los destellos inconstantes, arrítmicos, en las hojas. Allá fuera, lejos de mí, el tiempo se resbala, acuoso, por los canales de las plantas.
A decir verdad, no son álamos, pero me gustaría que lo fueran. Los álamos me recuerdan esa tierra, la tierra donde fui polvo, el polvo fino del desierto que se va haciendo dunas en la delgada línea horizontal. Los álamos, repito, me recuerdan a mi padre. Mi padre habla poniendo su palabra en eso, allá fuera. Su dentro está lleno de presencias extranjeras, de tiempos naturales. Mi padre casi es el álamo amarillo que está en el jardín. Hace un ruido, como de piedras fluviales, como de gotas pequeñas, como murmullo liviano. Ese ruido son sus palabras. Más lo oigo conforme más lo agita el viento. El viento, a veces, es el dolor del movimiento, la vejez, la muerte, tener que vérselas con eso. Mi padre habla cuando lo agita el viento. Pero habla en los signos distraídos de un álamo, del álamo batido por el viento. Inhóspito debe resultarle el cielo claro cuando no hay viento. Y doloroso, por el viento. Siempre es mejor el viento que el sofocante calor de una tarde estática. Mejor el viento. Mi padre es como la tarde clara que se rehace en vientos, que se reduce a breves destellos agónicos de sol, del sol tranquilo de nuestras tardes. Él es el rumor de un álamo al viento. Yo sólo soy un polvo fino, que viaja desde sus pies hasta la duna vecina. Allá fuera, lejos de mí, está mi padre, hablando en el rumor incomprensible de un aire persistente. Una brizna liviana se alza desde su sombra. Al proferir palabras, humo en espiral, difuminado, la brizna se hace con mis palabras. Allá fuera, en mis palabras, alcanzo la noticia esquiva de sus rumores. Mi padre, el álamo siempre frágil y lloroso, sereno, desprende raídas briznas al caminar. Yo, lejos, atestiguo el volar de las briznas, su levedad alegre.
Mi padre no lo entiende, pero él es un álamo allá fuera. A veces, furioso, como ahora mismo, un aire inesperado azota desde el centro del cielo. El aire no, pero el álamo se mece. Con sólo mecerse se presta al viento. Mi padre y el viento son más uno que dos distantes. En el rumor de hojas como de río suave corriente abajo, yo voy adivinando al viento, en mi padre. Conozco al viento, conozco a mi padre. En el hablar pausado y desmembrado de haces de humo, me voy acercando. Azul contorno que nos abarca. Contrasta el cielo detrás del vivo y exultante verde de mi padre. Sus ojos, verdes. Su risa, el verde amarilleado por el sol. Sus hablares, briznas sueltas. Cuando mis ojos se cuelgan, allá fuera, de una rama, también yo soy el álamo. Sutil híbrido de vida y palabra, de ruido que habla, destellos, colores, luces.
Esto es un estarse yendo. Allá fuera, no puedo evitarlo, eludir la realidad. Se está yendo. Aunque me cuelgue de la más firme rama, aunque el viento se compadeciera, él y yo nos estaríamos yendo. Él, quizá, más que yo. Por lo menos, él se estaría yendo de mí más que yo de mí misma. Los álamos, al irse, allá lejos, me recuerdan a mi padre. A mi padre le gusta hacerse con el viento, y con la luz que importa el viento, de más lejos que mi propia distancia. A mi padre le gustan esas tardes amarillas en que lo roza el viento. Yo le veo, distraído, dejarse revolver las ramas por una caricia de sol y de viento. Y, sin saberlo, sus colores son los colores que le trae el viento. Casi podría sugerir que él es viento, un viento de allá lejos, fuera de mí y de él mismo. Hace el viento al álamo como desea. Y el álamo, explosivo, llama al viento cuando es de tarde. Así se van, rozando en la íntima caricia de una llama, de un brillo peculiar de hojas. Quién fuera el viento para alcanzar su tarde. O quién fuera él y estar siempre embriagándose de viento.
El álamo, en esta tarde, es mi padre. Mis palabras, de humo suave, se van lejos, allá fuera, hasta su tarde. Hoy sólo somos palabras, viento, luz de la tarde, destello de hojas, un álamo que sólo es rumor amarillo en el hoy de la tarde.
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Mixcoac
Octubre 2001
miércoles, 4 de julio de 2007
Fragmento de la memoria
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 07:25
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