Destinada como estaba al fracaso, nunca quise dar signos de debilidad para que no se lanzaran contra mí desde mi más tierna infancia. Quería disfrutar de la apacible levedad de unos veranos tirada al sol, sin oficio ni beneficio, dedicada sólo a cortar frutas de los árboles y a mojarme en el estanque de la casona veraniega en Capri. Se me antojaba pasar algunos inviernos más recluida en la sala de los tapices, oyendo los copos de nieve caer en sordina sobre el jardín, rodeada de retratos de gente adusta, con sus grandes peinados y enormes vestidos. Ansiaba los otoños de paseos vespertinos, las primaveras con asma. Tenía ganas de una vida sin propósito ni sentido, como la de un escritor, pero sin el desasosiego.
Entonces murió mi madre. Le siguió mi padre. Mi tío, un barón notabilísimo que solía publicar sus reflexiones en el diario, me adoptó. Cuando él murió, heredé su biblioteca, su pluma de ganso, su tintero y, también, su manía. Entonces fue cuando empecé a fracasar rotundamente. Me dediqué a escribir.
jueves, 26 de julio de 2007
Biografía de un primer falso camaleón
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 15:49
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