Eso pasa cuando los papás no corren a sus hijos de la casa.
Arturo tiene, qué será, más de cuarenta años. Está medio calvo y canoso. Es feo, aunque se mantiene en forma. Todas las mañanas sale por la puerta blanca del edificio amarillo con sus ridículos shorts deportivos, una playerita desgastada y su tapete de yoga. Va al Parque Hundido. Yo lo he visto ahí. Nunca lo he visto corriendo, sudando o haciendo lagartijas. Siempre lo veo platicando. Generalmente con muchachas de treintaipocos años, quedadonas, musculosas pero sin gracia. Arturo me da hueva.
La ventana de mi cuarto (que funciona también como oficina de redacción, sala de prensa y de proyección, espacio recreativo, dormitorio matutino de Romina y, por las noches, como centro ceremonial privado) da directamente a la entrada de la casa de Arturo. La puerta se abre. Veo la cabeza de Arturo, con sus ojos demenciales, sus arrugas. Oigo, dentro, la voz de su madre, con quien tengo no pocos conflictos (la señora es una metiche). La Bicha (la gata bizca y fea de mis vecinos) hace sombra en mi ventana. Los padres de Arturo hablan, con su voz cascada, y hacen cuentas, y recuentos. Él le dice que se calme. Ella sigue su monólogo. Una musiquita de elevador new age flota en el ambiente. Se me atora en el píloro. Me indigesta la cotidianidad de mis vecinos.
Hace quince minutos llegó la madre de Arturo, quejándose de alguna dolencia. Arturo, como siempre, la regañó. Esta vez fue porque la señora tomó un taxi en el Wall-Mart de Félix Cuevas y, al bajarse, le extendió un billete al conductor. El taxista le preguntó si no tenía cambio. El viaje había costado doce pesos. Ella pensó que le había dado un billete de veinte. El billete era azul, pero no de veinte sino de mil pesos. Arturo, aquí, se desquicia. Grita, se enerva, regaña a su progenitora, sube la voz, le dice necedades. Ella intenta defenderse, pero su escaso vocabulario y su pobre concepción de sí misma no le permiten decir más que un reiterado 'ya, ya, ya' que suena a alarma de despertador descompuesto.
Me pregunto por qué todos los pleitos de mis vecinos serán sobre cuestiones monetarias. Me pregunto por qué tienen que invadir mi espacio sonoro con melodías pseudo-tranquilizantes que contrapuntean con alaridos desgarradores de animal herido. Me pregunto por qué los papás de Arturo no le hacen un favor y lo mandan de una buena vez a la chingada.
miércoles, 6 de junio de 2007
Mis vecinos
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 09:30
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