jueves, 3 de mayo de 2007

La noche de mi suicidio hacía un poco de calor húmedo. En la cara de mi roomate podía leer la molestia que el sudor ocasionaba en su antebrazo y talvez también en sus corvas y en otros pliegues de su cuerpo. A mí me resultaba intravenoso que la humedad -moisture, que suena más a lo que se sentía aquella noche- subiera o bajara por mi epidermis. Estaba a punto de saltar al vacío y, ¿quién en su sano juicio se pone a meditar sobre las gotas de agua salada que resbalan por el surco de sus nalgas en tales ocasiones? No, no. Yo abrí una botella de vino tinto australiano, medio dulzón y oloroso, serví una copa y la bebí de un trago. Serví otra más y la bebí de golpe. Todavía serví una tercera, una cuarta, y no fue sino hasta la sexta u octava que me di cuenta que ya no me acordaba de por qué o para qué me iba a tirar por la ventana de un noveno piso, a no ser para abollar el coche de la vecina que suena todas las noches de relampagos y lluvia. Cabía la posibilidad de que me fallara el tino, que cayera de bruces en el asfalto o que me ensartara en las ramas del laurel. Ojos a media asta y pensamiento extraviado, me le quedé viendo a mi bebida. La súbita idea de que las piernas que corrían por las paredes vidriosas de la copa fueran sangre mía, entintando una superficie transparente, inmaculada y pura, me extasió al punto que salí corriendo al cuarto, abrí la puerta y dejé que se azotara, brinqué sobre la cama intentando llegar al buró lo más rápidamente posible: para tomar una pluma, para abrir mi cuaderno en blanco que había estado esperando este momento de repentina iluminación poética (cosa que, pensándolo bien, podía ser la razón última de mi determinación de suicidarme: mi esterilidad literaria). Pero el buró quedó atrás, y la cama, y la puerta del cuarto, y la misma recámara y el departamento y el edificio, cuando salí disparada por la ventana de vidrio que fotofílicamente elegí por cabecera.

Plrc.

- Nadie avienta una sandía, weh.

(Pausa. Silvia se levanta de su silla con escalofríos, a pesar del calor.)

- ¿Weh?

(Silencio. Se le hace un hueco en el estómago.)

- Weh, ¿no oíste? No mames.

(Con piernas de atole, camina, no sabe si a la ventana o al cuarto de Weh.)

- Weh, nomames weh.

(Busca más palabras, pero nada resume mejor su vertiginoso pensamiento que 'weh, nomames weh'.)

- ...

(No sé si la impresiona más ver los vidrios sobre la cama, el vino regado por el parqué, o si lo que siente es el coraje por el acto à-la-accionista-vienés que acaba de perderse. Cierra la puerta, regresa a su cuarto, se sienta en su silla y, pop, abre una ventana de msn. El cursor parpadea tres veces antes de que una sandía caiga sobre el teclado de la PC modelo 98.)

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