viernes, 16 de marzo de 2007

(ejercicio 1)

Finalmente una noche despejada, pensé. Y lo agradecí. La cena para nosotros se servía en el patio, a cielo abierto.

Lo tomé de la mano y apreté fuerte, mientras sonreía a diestra y siniestra, fingiendo sinceramente. 'No quiero estar aquí', pensé. ¿O se lo dije? Él volteó con una de esas miradas bonachonas -still patronizing- que me hacen sentir como una mascota en proceso de entrenamiento. El traje Burberry de Pablo rozó mi mejilla derecha. 'Buenas noches, prima, buenas noches, mua mua'. Andrés no lo supo, pero en ese momento empezó a hervirme la sangre desde los pies hasta el vientre, y ahí se atoró y ya no quiso seguir circulando. Solté su mano firme para avalanzarme sobre la copa de vino que se aburría a veinte centímetros de mí. Di un trago largo y precipitado. Pelo perfectamente engomado, castaño oscuro, rostro alabastrino de facciones recortadas, sonrisa discreta pero amplia. Pablo.

- ¿Qué no estabas en Barcelona?
- Madrid... Llegamos anoche.
- ¿Vienes con...?
- Mi esposa.
- ... así que te casaste.
- Hace tres años.
- Cómo pasa el tiempo.
- Sí.
- Ella se llama...
- Como tú.

En un rápido escaneo a mi alrededor, vi que todos seguían entretenidos en la anécdota del muerto que contaba Diego. Para variar, Andrés había dejado la mesa y se había ido a platicar con los de adentro. Si hubiera sabido con quién y de qué estaba yo hablando, me hubiera llevado con él. Pero escucharme es un deporte que él no practica entre semana.

- Vaya coincidencia.
- Mjm.
- Sí...
- Y tú, ¿a qué te dedicas?
- Yo, nada, ya sabes. Lo de siempre: la oficina, los libros, la universidad.
- Te estuve esperando dos años.
- Eh, bueno, yo...

'Ya me quiero ir', y esta vez estoy segura que lo pensé, porque no tenía a nadie a quién decírselo en ese momento. Deslizó su mano bajo el mantel. Estaba a punto de rozar los confines de mi falda cuando Edgar soltó una carcajada histérica, justo en el momento que Diego contaba aquel detalle del ombligo del muerto. Los dos sonreímos por instinto de supervivencia, pero cuando volteé a verlo me encontré de lleno con su aliento.

- ¿Cómo llegaste?
- En... taxi - titubeé, mentí.
- ¿A dónde vas?
- A mi casa.
- ¿Dónde?
- En el sur.
- Vamos.
- Pero...

Iba a objetar que Andrés seguía adentro, que yo no podía irme así, sin despedirme, que la fiesta apenas comenzaba, que alguien seguramente se daría cuenta de lo que estaba pasando. Pero en cuanto logró -porfin- meter los dedos entre mis muslos, y sentí el frío acero de su argolla matrimonial recorriéndome la piel de erizo, mi mano temblorosa se arrastró sobre el mantel almidonado. Cuando llegó a la copa y tocó los bordes lisos y humedecidos, unas manos me tomaron de los hombros. 'Vámonos miamor', soltó Andrés y me soltó.

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