Cuando llegué a vivir a Torreón, mi casa era sobre todo un jardín. Había un árbol de aguacates, dos nogales, no sé cuántas higueras. El pasto crecía, desgreñado, por todas partes. Todo era tanto más alto que yo. Incluso los perros chihuahueños de mi tía se me figuraban una amenaza, y yo corría a protegerme detrás de las piernas de mi mamá. Mi tía reía, como siempre lo hace.
Había polvo, más que ahora, mucho más. El aire era polvo, y mis pulmones tuvieron que acostumbrarse a respirar eso, y mi torrente sanguíneo tuvo que aprender a fabricar oxígeno a partir de la tierra.
También había unos huecos entre casa y casa. Espacios vacíos, habitados sólo por maleza, por huizaches artríticos, por patas de mula eternamente aterciopeladas por el fino polvillo del desierto. Aprendí un concepto nuevo -'terrenos baldíos'- y me quedaba horas enteras viendo ese prodigio: un lugar donde no había nada más que soledad. Mi hogar.
En Torreón fueron los tiempos de la soledad, del viento sin palabras. No había más que inclinar el rostro, levantar ligeramente la barbilla para mirar de frente al sol y quedarse ahí, inmóvil, cual lagartija, esperando que el calor secara de golpe todas las lágrimas, todo el dolor, toda la tristeza. Que secara todo, o lo más posible, hasta que no quedara de uno más que un espejismo vaporoso, un atisbo de algo indefinido, la bruma lejana, un remolino, una pared cuarteada de tan seca.
Entonces vendrían las liebres con sus orejas de regalo mal amarrado, los perritos de la pradera, las libélulas de los charcos milagrosos, los mosquitos, las hormigas, los gatos que florecían en los naranjos, los hombres de piel curtida, las mujeres que reptan por las calles asoleadas, los niños desnudos. Y después: las cascadas en las escaleras de un hotel, las prostitutas adolescentes en la plaza de armas, el cerro de polvo blanco, los suicidios jamás ejecutados, las riñas municipales, los briagos, los poetas de hoja-sé, las casas abandonadas, las escapadas de la escuela para ir a Birmingham/Durango, el puente de Ojuela, las dunas de Bilbao, las fotos sobreexpuestas, los atardeceres en las faldas de un puente, cuando medía el tiempo con besos.
Siempre quise salir huyendo de Torreón. Me daba miedo pensar que allá, como en ninguna otra parte, he estado en casa.
miércoles, 20 de diciembre de 2006
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 10:43
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1 comentario:
besos de hombre... qué imagen tan romántica, erótica, heterosexual.
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