Sólo una mujer como ella, luna en cuarto creciente, agua huracanada, podría haberme revuelto al punto de ponerme en ebullición. Las llantas patinaron al dar la vuelta. El sonido del acero contra el acero, el cristal que se rompe. Por suerte, sólo fue un falso presagio. Puse la mirada sobre la calle desierta, y escuché el ruido de motores lejanos. Nos despedimos con un abrazo al rojo vivo, y cuando ella cerró la puerta, dos mil gritos de dolor se comprimieron en mi garganta, dejando salir sólo un 'buenas noches' muy mesurado, fuera de centro. Ella se quedó en su casa. Yo regresé al cuarto de hotel, con dos cervezas en la mano y una buena excusa para beberlas. Lo malo fue que el cansancio le ganó a mis deseos. Y dormí.
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