martes, 12 de septiembre de 2006

Un notentiendo

El amanecer es cosa pasada.

Desde que salió del cuarto de hotel, dejándome el arete sobre los dedos y un olor a dulcesangre clavado en mi nariz como dardo punzante que entra hasta mi garganta, no he vuelto a saber más de ella. Es posible que, para estas horas, ella no exista más. Pienso: quizá nunca existió. Continúo pensando esto durante uno, dos, cinco minutos más. Pienso: ¿podría pensar algo semejante si en verdad ella no hubiera existido?

Las ruedas chirriantes de un carro de servicio que empuja una señora seguramente gorda, morena y sinsonrisa indican la hora exacta: se vence el cuarto de hotel que ella alquiló. Ella firmó. Si su firma sigue estampada en el registro de huéspedes, todas las dudas se habrán disipado al fin. Y entonces no tendré más remedio que aceptar una realidad que me incomoda. Tendré que colgar un notentiendo sobre el recuerdo que ella tan amablemente me dejó, bailando sobre las manecillas del reloj, tal como cuelga del perchero el sombrero de ese hombre bienvestido que vino para llevársela anoche. Luego, caminaré despacio, calle abajo, hasta el malecón. Para ver el mar, sí, pero también para...

Tocan a la puerta.

El letrero con un Do not disturb impreso en arial 30 es, sin duda, una curiosa manera de adornar las puertas en este pueblo analfabeta.

Recojo el arete. Ahora no tengo encendedor y tampoco encuentro los cigarros. Se los habrá llevado... ella. No alcanzo a articular siquiera un "voy" cuando la inexcusablemente gordaysinsonrisa mujer del aseo toca de nuevo en la puerta del 215, y con suavidad exasperante -y un acento británico envidiable- murmura:

- Room service.

En un puf se disipa la imagen tan bien construida que tenía de la señora gordynegra en mi cabeza y, con un suave aletear de faldas anchas, entra y se posa la maripósica silueta de Uncometa sobre mis ojos en cuanto, con la mano engarrotada y casi sin levantarme de la silla en que dormí -muy a medias-, giro torpemente la perilla de la puerta. Detrás de ella, un carro de servicio avanza a paso lento, empujado por la apabullante humanidad de una mujer de enormes carnes, de piel tostada, que voltea y me sonríe. Y yo también.

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