sábado, 23 de septiembre de 2006

Tercera noche

Pschit. Se hace la luz desde la punta de un encendedor rojo. Líquido ámbar se desparrama sobre el cuello de mi mujer hasta sus hombros, y la abrasa, la incendia. Ella se sublima y se convierte en fantasma. El deseo se me escapa desde las pupilas eternamente dilatadas, felino agazapado siempre despierto que espera el momento justo para asestar un golpe mortal a la presa. Posición de ataque, músculos en máxima tensión, inmovilidad absoluta. Silencio, calma. Aguardo un poco. Un poco más. Últimos ajustes antes del brinco... pero ella termina de encender su cigarro y todo vuelve a estar en tinieblas. Ahí está ella, lo suficientemente lejos como para entrar completa en la lente de la cámara que la observa, lo necesariamente cerca como para percibir las ondas de calor que expiden sus muslos bien apretados, sus caderas y su vientre. Olisqueo el aire, y el aire huele a ella, o ella está fragmentada en mil partículas que flotan en el aire. Y de pronto me siento diluirme: no estoy ya ahí, no estoy con ella en la imagen, pero mi mujer voltea ocasionalmente hacia donde alguien la mira, por una rendija de irrealidad perpetua, ansiando convertirla en personaje de novela para devorarla toda entera y jamás tener que ir a dejarla ya nunca, no, no más, a su casa y ya no estar, como ahora, sin ella. Pzit, pzit, fsssch. Prendo un cigarro con un fósforo. ¿Dónde diablos quedó el maldito encendedor?

Delirios de una gripa aminorada por los dulcíficos efectos del alcohol. Ella es el alcohol; Adrián, el torrente sanguíneo por donde ella circula con permiso universal.

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