martes, 5 de septiembre de 2006

Irony as a way out

Que Manuel Mert descubriera su vocación suicida en plena canícula, sentado a la sombra de un mezquite desplumado, es casi un buen ejemplo de voluntad idiota. El destino, parece, no tiene horarios establecidos ni rutas comerciales. Si te ha de encontrar, te encuentra. Como hoy que amanecí sin ella -sin ella, me digo, tal vez para siempre- y que tuve el descaro de apuntar y perpetuar en un blasfemo correo electrónico una idea que se me vino a la mente:

Estoy trabajando en cosas de la revista, todo tranquilo, aunque todavía inquieta por lo de anoche. Llamo a un restaurante para pedir fotografías para una sección. Me comunican al gerente. Expongo el caso. Me pide, entonces, que llame a la persona encargada de esos asuntos. Se llama...

Mert cae desfallecido -disculpen la distracción: algún signo debió haber mostrado, pero no lo vi por estar pensando en otras cosas-, la frente hecha una ámpula con textura de... de... de ese animal que parece pulpo pero que es otra cosa, y que se come, a veces empanizado. Yo le pongo limón. (...) Yo le pongo limón a todo. Calamar. Una ámpula en la frente con textura de calamar.

¿A quién engaño? No puedo concentrarme en el estúpido vienés ni en el negro que dos o tres posts atrás lo acompañaba ni en su ubicación geográfica ni en nada. Un acto de desaparición circense es lo que me tiene con elalmaenvilo, diría mi abuela, y ella lo escribiría así, todas las letras bien pegaditas, no se nos vayan a perder. Puedo evitar darme cuenta de su desaparición si acaso yo lograra desaparecer antes. No antes, ya no. Debería decir: también. Desaparecer también. Y eso de la desaparición, por cierto, lo piensa ahora el estúpido vienés de Manuel Mert. Su vocación suicida, por otra parte, es algo que tenemos en común. Él, idiota; yo, doblemente idiota: no vivo en Viena, no sé cantar y todavía no aprendo a desaparecer. A veces ni siquiera recuerdo un desayuno de martes por la mañana. Cuatro veces doblemente idiota. A esfumarme aprenderé.

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