Antes de que se abriera esta ventana en mi explorador Mozilla Firefox 2.0.0.16 —decidí retroceder un escalafón en la interminable sucesión de versiones, dado que la 3.0.algo tenía serias fallas cuando de servir para algo útil se trataba... Decía que antes de estar con el cursor en esta parte de la pantalla —cosa que no dije con esas palabras porque me dio por hablar de tecnicismos del software, quizá por un afán de contar algo sobre lo que había pensado días atrás o quizá sólo por usar una manera diferente de comenzar a escribir...
Antes, pensaba escribir aquí sobre el miedo. El miedo de, digamos, Camila —por ponerle un nombre al sujeto que teme. Iba de regreso a su casa —ella, nuestra hipotética Camila, que se hizo suya (de ustedes) desde que la concebí y la planté en este relato del cual no sabemos si es crónica o narrativa de ficción, pero que (ustedes) están leyendo, con ganas o sin ellas, por hábito o sólo mientras se ponen a trabajar... Pff. Ella iba de regreso a su casa cuando, en un alto sobre la avenida, vio dos patrullas con sus luces de discoteca bicromática. Luego afiló la mirada y distinguió a los sujetos encapuchados que viajaban en la parte trasera del vehículo. Sostuvo ahí su flechazo visual sólo para advertir que el tipo de la derecha parecía dormitar —en pleno ejercicio de sus funciones públicas— mientras que el de la izquierda —el siniestro, cual debe ser— hacía algunos giros con algo que sostenía en su mano. Un arma corta. De fuego. Seguramente cargada y, en el mejor de los casos, con el seguro puesto. Entonces fue cuando Camila temió —no a ti, amable lector, sino que sintió en su pecho los calambres típicos del sentirse sorprendida por un fenómeno que sobrepasa nuestra capacidad de "estar en control o dominio de la situación".
Como un gatillo intangible, la imagen disparó una cascada de emociones y pensamientos en el interior de, ¿cómo es que la habíamos llamado? Claro: Camila. Ella continuó su camino, tratando de... No se sabe bien qué trataba ella, porque ni ella tal vez lo sabía. Intentaba/, por decirlo de algún modo, olvidándose del objeto directo que reclama cualquier verbo transitivo. La acción está por encima de toda gramática, pienso ahora al escribir esto. Cuántas veces no nos encontramos a nosotros mismos así, violando las reglas más elementales de la sintaxis en el núcleo mismo de la acción que da lugar a las manifestaciones verbales. ¿Cuántas? No lo sé. Iba a ser una pregunta retórica, hasta que me surgió la duda de si verdaderamente eso puede ocurrir. No lo sé.
Camila se distrajo, entonces, pensando en otras cosas. Tonterías. Fruslerías, diría alguien con mayores pretensiones literarias que yo. Nimiedades, escribiría algún otro. Pendejadas, digo yo. Francas y llanas pendejadas le cruzaron por la mente cuando se vio en el espejo, convertida en fantasma, con cicatrices de barros exprimidos en la frente. Pedazos de ideas, fragmentos de argumentos para un cuento o novela corta, polaroids de personajes que podría inventar o invitar a la existencia. Pendejadas, digo yo.
Después ya no supe qué fue de la tal Camila. Imagino que se habrá encerrado en su habitación, previa ingesta de algún alimento no necesariamente nutritivo. Me la figuro hablando sola o con su hipotética mascota —un felino de raza espuria, pardo como todos lo somos de noche— y leyendo bajo la luz ambarina y de bajo voltaje de su lámpara. Aunque, la verdad sea dicha, todo esto no es más que una mera suposición. Yo sólo iba a escribir sobre el miedo y terminé con toda esta paja encima. Menos mal que lo advertí desde el principio.
No temas, pues, que sólo Judas temió.
martes, 23 de septiembre de 2008
No temas, o las pendejadas que digo yo.
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 22:00
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3 comentarios:
El gato de camila debería llamarse Romina...
Camila, Romina. Eso rima. (Y eso también). No, no me parece. Además, ni que fuera mi vida.
Ni que no hubiera gatas llamadas Romina en los mundos ficticios...
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