Lo trajeron a casa años después del accidente, cuando ya nadie se acordaba de él siquiera. Llegaron -ruidosa, pesadamente- y lo dejaron en un rincón, como cosa vieja que era, como bulto inerte, inservible, herrumbroso y feo. Con sus manos toscas lo depositaron -lo aventaron- sobre las baldosas frías. Se dieron la vuelta y simplemente se fueron como habían venido, los hombres ésos.
Me le quedé mirando. Tuve miedo de cruzar el umbral de la puerta de la cocina. Ahí estaba, tan imponente él, a pesar del tiempo. Ajado, sí, y marchito, pero indudablemente majestuoso, con un aire de realeza que jamás supo ocultar. Lo vi ahí y, a galope forzado, me vinieron a la mente dos millones de pequeños recuerdos, fotogramas deshilvanados, como granos de granada desgranándose.
Me vi a mí misma, mirándolo en otros momentos, mirándolo mientras él me miraba. Y vi mis manos tersas. Y olfateé mis cabellos lozanos. Y sentí mis piernas fuertes.
Lloré.
Como no encontré palabras, lloré.
Han pasado más años desde entonces. Cuando voy de la cocina a las escaleras, lo veo en el rincón. Él no me mira porque está como muerto, como ido a otra parte de donde no sé si haya regreso. Ya no le tengo miedo. En nuestras soledades, nos hacemos buena compañía.
domingo, 4 de noviembre de 2007
Él
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 23:41
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