Giré a la izquierda. Se había escurrido entre el mar de nata. La insurrección tiene voz de mujer.
“A la derecha y adiós”.
Huía: de la película de Lynch reproducida a escala en su cabeza, del tormento de saberse un personaje, de la muerte cercana y cierta, de mí tal vez, quizá también de mí. Hizo un hoyo en el pay de gente apiñonada y sebosa con mermelada de blueberry, apelmazada sobre una base de cemento recocido: escapaba. Con rabia y angustia, con piernas flojas como entre sueños pero corriendo, su negro cabello ondeante cual bandera victoriosa de un barco pirata que se hunde en las aguas turbias antes que rendirse. Se fue.
Yo sabía por qué. La vi saliendo de una iglesia, enfundada en tersa seda azul, sus ojos con esquirlas de lágrimas en los bordes. La vi sumirse en las entrañas de la tierra para desaparecer.
"... y adiós".
Y no la vi, pero la supuse aullando, arañando las paredes de la estación desierta como queriendo arrancar la realidad a pedazos o salirse por uno de los 24 cuadros del segundo. Vomitaba largo y tendido. Callé, sin moverme un milímetro del puesto.
Vienen por mí. En un minuto estarán aquí. Y yo sin Beatriz. El paraíso me está vedado. Que me partan la cara, que me la partan. Ya qué.
martes, 29 de mayo de 2007
Divina tragedia
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 07:25
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1 comentario:
¿Y bien?
¿Algo que responderme /confirmarme?
saluditos
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