A veces, para aminorar la angustia y suprimir la ansiedad -y en lugar de tomar ansiolíticos, que es lo que la gente suele hacer, cuando no toma cervezas viendo futbol-, a veces, decía, pienso que algún día pondré orden a las cosas que he escrito aquí y allá, en papeles sueltos, en los cuadernos donde tomaba apuntes de Ética, en muchos documentos que he ido guardando en la computadora -y de los cuales no tengo ningún respaldo, razón por la cuál, y después de lo que le pasó a Guillermo, me abstendré de sacar a esta cosa blanca de paseo-, en este blog -que no tiene pies ni cabeza- y en otros lugares por el estilo. Pienso, después, que no se perdería nada si nunca ordeno lo que he escrito. Pienso que eso es triste, que he gastado hojas y tinta sin propósito alguno. Pienso que no importa mucho: después de todo, alguien iba a comprar ese cuaderno, a usar esa servilleta para limpiarse la boca. Pienso... no, ya no pienso mucho cuando llego a este punto. Sólo me quedo en silencio, sentadita, viendo al frente, como si algo fuera a ocurrir, pero no ocurre nada. Y luego vuelvo a pensar, y es en esto: pienso si acaso el espíritu de Fernando Pessoa se pulverizó tras su muerte, y un átomo de él, de su espíritu materializado, cayó por azar en el torrente sanguíneo de algún antepasado mío y, por cuestiones de genética difícilmente explicables, fue en mí donde se activó su potencial pesimista y lúgubre. Luego pienso que existen varias fisuras en ese argumento mío, que no tiene sentido. Y entonces vuelvo a quedarme calladita, inmóvil e impensante, dejando el tiempo pasar hasta que cae la noche.
domingo, 14 de enero de 2007
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