Se siente caliente aquí. Y acolchonado. No hay ruido. La tiniebla es suave, aunque afuera se adivina un día despejado, de enormes cielos azules. Doy vuelta sobre mi costado, reacomodo las sábanas de franela con diseños de franjas verdes, y cierro los ojos otra vez. Un ratito más. Sólo diez minutos. Cuando mi papá toque a la puerta -'María, ya está el desayuno'- significará que tengo menos de media hora para bañarme, ponerme la falda roja a cuadros, la blusa blanca de algodón, calzarme los zapatos negros, hacerme una rápida cola de caballo, tomar jugo y algo más en la cocina y subirme al Jetta arena que ya está encendido y aparcado fuera de la casa, con un hombre barbón y adormilado al volante. Tomaré la mochila -pesada, incómoda, llena de cuadernos forrados de papel lustre rojo y plástico- y saldré corriendo. Recorreremos las menos de diez cuadras que me separan de la secundaria. Me bajaré y...
Suena otra vez el despertador. Algo me dice que se me está haciendo tarde. El perro ladra afuera, y empiezan a circular algunos coches. Toc, toc. Dos golpecitos suaves en la madera blanca de mi puerta. Un apelativo conocido, la voz de mi padre, y de un brinco estoy en el suelo. La falda gris a cuadros, la blusa blanca de algodón, el listón rojo -'de perro', jode Clarita-, las trencitas que me hace mi mamá, 'no tengo ganas de ir al colegio', 'ándale, mijita, que ya van a pasar por ti'. A las 7:51 de la mañana se oye un claxon de coche importado de segunda mano. El equis once rojo de mi tía se para frente a la casita con techo de dos aguas, en la calle sin pavimentar. El número 81 de la calle Río Nazas (sí, señorita, calle Río Nazas... en la Navarro, sí... no se vaya a confundir con la avenida... esa está en la Estrella... ajá, calle Río Nazas número ochentaiuno). Sobre los asientos de terciopelo rojo, un puñado de niños -los del 'viaje', los amigos de mis primos-, medio dormidos. Abren la puerta. Me toca sentarme, como siempre, encima del freno de mano. Soy la más chica -¿cuándo entrará Valeria al Americano?-, no quepo en otra parte. Por suerte, es un coche automático. Manlio, Ariel, Raúl, Daniel... y yo. Quizá alguien falta. No sé. Nunca los volteo a ver. Son feos. El puro olor me hace saber que están ahí, todos esos niños que a las doce del día estarán cubiertos de arena, que se quedarán en 'detention' toda la tarde por haberle puesto una tachuela a su compañera de enfrente, por haberle bajado los calzones al nerd de la clase. Yo, para variar, llegaré tarde a la escuela, sin importar que Clarita haya batido record haciendo menos de 9 minutos al Americano: toda la Mariano López hasta el bulevar Revolución, y luego por atrás, por Peñoles, hasta la puerta de la entrada. Trataremos de escabullirnos por donde entran los que llegan en el camión del colegio, que tienen justificante para llegar tarde. Pero esta vez no funciona. 'Toma, tu retardo'. Derrotada, deslizo mis zapatos negros sobre los azulejos grisáceos de la escuela, avanzo hasta mi salón y toco a la puerta.
Toc, toc.
'Son las siete. Ya está el café en la cocina'. Mi avión sale a las nueve. No hay tiempo para esperar a Clarita ni para ponerme el uniforme de deportes. Qué pronto se hace tarde.
martes, 2 de enero de 2007
Fin de la infancia
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 09:31
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