Cataclismo era la palabra. La mujer era un cataclismo, una explosión natural y necesaria, de enormes dimensiones. Un exceso de vida para estos tiempos mediocres. Un insulto flagrante a la posmodernidad y, aun así, su más cumplida profecía. La excepción de la regla, espíritu anacrónico, una provocación frontal y directa, una perfección residual, lo inexplicable, lo irracional pero armónico, un imán, el amuleto o souvenir que nos compraron en el Olimpo. Demasiada naturaleza encerrada en un cuerpo de cientosesentaypocos centímetros. Violenta, agresiva, fuerte. Arrogante. Desbocada. Brutal, erótica, fértil. Lunar, volcánica, telúrica. Implacable, mortal, felina, animal, mutable. Inaprehensible. Inestable. Fluvial y danzante. Seductora. Punzocortante. A galope: sus axilas, su cuello, su boca, sus muslos, sus ojos destilan deseo: no el suyo: el mío. Su nuca está fría. Su ropa, mojada. Sus piernas cabalgan sobre la música, bajan y suben, se doblan, se estiran, regresan, me atrapan, me sueltan, me llaman, me ignoran. A galope: senos que adivino bajo la tela, perlados de sudor. Ella se enciende y, como la zarza ardiente, ella se prende en mil colores y nunca se acaba de consumir. Ella baila y yo la observo. Me recargo en un muro trepidante y yo tiemblo. La observo, ella baila. Torbellino, tornado, volcán, maremoto, huracán: fenómeno natural en desbandada, rompimiento del orden, palmeras torcidas, nubes oscuras, tórridos vientos y casas arrancadas de los cerros. La furia. La rabia. La vida-slash-la muerte. La mujer que estaba parada frente a mí era una posibilidad azarosa, un imposible fáctico, una buena idea seguramente irrealizable. Pero yo la estaba viendo. Ocasionalmente, también, yo la estaba tocando. Durante un par de segundos, sí, yo la estaba abrazando: defenderla, pensaba, hay que defenderla de todo. De los otros, del volar de una mosca, de ella misma. Sobre todo de ella misma. Y me di cuenta, después, mucho después de que llegamos a su casa, a la cama matrimonial, a su cuerpo desnudo y su boca humedecida, después de los silencios violados, después de encontrar mi encendedor perdido bajo su cama, después del llanto, caí en la cuenta de que ella no necesitaba protección ni defensa. No la mía. Esa noche, tuve un sueño. Al despertar, no pude recordarlo. En lugar de eso, permanecí dos horas viéndola dormir. Y aun dormida, sí, había un rumor de olas en su piel.
lunes, 13 de noviembre de 2006
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