Ardua noche de trabajo para Severino Pérez. Patrullando en el malibú desvencijado, propiedad de la policía municipal, Severino se mantiene despierto gracias a los chistes obscenos de su compañero, a los cafés de algún sevenileven y a los juegos de su celular (un Nokia viejísimo que le regaló su hija hace dos años). Son casi las tres de la mañana. La ciudad duerme, y Severino se contagia, por encima de su gripa, de sueño. Los párpados suben de peso en un tris, la visión se nubla, los músculos se distienden. Un hilo de gelatinosa saliva escurre desde la comisura del labio hasta su mentón. La cálida sensación de su baba lo despierta. Como si existiera el destino, en ese momento la patrulla va pasando, a menos de 20 kilómetros por hora, frente al número 36 de la calle Madero. Su casa. Dos niveles, paredes desconchadas por el salitre marino, rejas que protegen un patio exterior, un renault r5 estacionado en la cochera. Hasta aquí, todo normal. Pero cuando todo debía haber estado en reposo, una luz, una impúdica luz ámbar que se enciende en la recámara matrimonial, sacude los 118 kilos de masa que componen el cuerpo de Severino.
- Oríllate, pareja.
Con delicadeza suprema, como nunca antes había introducido algo en su vida, Severino desliza la llave Alba en la cerradura de la puerta, la hace girar y se oye el chasquido del cerrojo al correrse. Un rechinido enmohecido. El vapor de una casa donde algo está pasando. Severino está a punto de poner el pie izquierdo en el primer escalón de la escalera cuando un sonido seco y un ardor punzante en el bajo vientre lo derriban. Antes de morir, los ojos azorados de Severino debieron haber capturado el fotograma en claroscuro de esa mujer. Después, todo debe haberse convertido en oscuridad y silencio. Tinieblas donde ya ni hay gripa ni sueño ni cucarachas.
martes, 26 de septiembre de 2006
Sexta noche
Publicadas por María Fernández-Aragón a la/s 22:57
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